Somos parte

Viví por veinte años en Luis Beltrán. Era típico ver a don Carlos, de las bicicletas Beltrán en su cleta de paseo antigua, todavía con patente, siempre contra el tránsito. Los sábados por la mañana, se escuchaba la banda de la Escuela de Carabineros, siempre a la misma hora. Los 19 de septiembre éramos varios los que nos apostábamos en la reja para ver de lejos a los estudiantes desfilar para sus familias. Ese era mi barrio. Ir a comprar pan me podía demorar un buen rato, porque me paseaba saludando a todo el mundo. Es que yo igual soy conversadora y me encantaba copuchar en la reja con alguna vecina que preguntaba por mi mamá y mi abuela. 

Era una casa especial. Era una casa por el frente y detrás tenía una fábrica de chocolates “Como Willy Wonka”, me decían todos. “Sí” respondía algo hastiada de la talla repetida. Una vez tomé un taxi y cuando me dejó frente a la puerta de mi casa, me comentó con total seguridad “este es un centro de eventos. Me ha tocado traer a gringos y personas de todo tipo aquí”, mientras le pasaba la plata para pagar la carrera. “No señor, esta es mi casa, pero sí puedo asegurarle que mi familia está un poco loca, que más de alguna vez hemos alojado jóvenes que han venido por los torneos de verano de vóley en el Provi, estudiantes de intercambio, tíos, familiares y más… Pero era mi casa. 

Cuando mi mamá nos mandaba a mi hermana a hacer trámites al centro, nos pasaba dos lucas para volver del Metro Salvador a la casa. A mi me gustaba, esa esquina por que a veces en la vereda, estaba Gonzálo Cáceres con su amiga que vendía moños y cosas en la esquina. 

Yo estudié en el Colegio Mariano. Antes estaba en Vicuña Mackenna, en una casona blanca que después fue de la Universidad Pedro de Valdivia. Fue justo el año que mi mamá entró al kínder que se trasladaron a Holanda. Ahí mi Tata Leonardo ayudó con la construcción del gimnasio y el muro que está por Diego de Almagro. Después remodelaron todo, pero me gusta volver al depa, pasar por ahí y ver ese muro. El día de su funeral, la Parroquia San Crescente estaba repleta de gente que se fue a despedir. Cuando entramos a la iglesia, con mi hermano saludamos a todos los presentes. Al fondo estaba mi mamá “Oye, ¿quiénes son esos tíos que están afuera en la reja?” preguntó mi hermana mayor. “Los de la funeraria”. A mi casa llegaron más de setenta personas después del entierro. El día del velorio, tuve que trabajar. Yo garzoneaba en un restaurante italiano en Avenida Italia 1152. Lo atendía un tipo que se creía italiano, pero que se apellidaba Céspedes. Se enojó cuando le pedí faltar. Al llegar a las cuatro de la tarde, cansada y triste, toqué el timbre. Me fue a recibir un señor. “Pasa” me dijo con cara acorde a la circunstancia. Abrió el portón de madera y esperó a que entrara con ese medio abrazo que deja el recibir en un portal. Me hizo pasar al comedor de mi casa y me abrió una silla de mi comedor. Se metió en mi cocina y revolvió buscando platos. Al poco se asomó y me preguntó si quería comer algo. Sin entender nada, le dije que sí, que no había almorzado. Lo vi revisar los muebles de la cocina y sacar algo del refri. Me sirvió almuerzo, un vaso de bebida y me preguntó si venía del velorio. “Yo vivo aquí” respondí escuetamente. Años después, sigo sin tener idea quién era ese señor. Ese fin de semana fue una locura. Ese muro es un pedacito que queda de mi Tata Tato en la ciudad. 

En el colegio había una casona antigua, que era la casa de paso de los Cousiño. Nunca supe si era la casa de veraneo o era la casa de pasada para la casona en Macul. Creo que en esos años, el viaje era extenuante en carreta y usaban la Casa Grande como parada antes de llegar a lo que ahora es la viña. Nunca indagué más sobre esa casona. Poco comprometida con el dato histórico, de colegiala, me parecía más importante saber en el tercer piso vivía el diablo. 

De adolescente, con mi hermana cada noviembre, madrugábamos y nos íbamos caminando a la parroquia en la Plaza Pedro de Valdivia para la misa del Mes de María. Se llenaba hasta atrás, que siempre quedaba gente de a pie y a la salida, teníamos unos desayunos apoteósicos en el galpón del costado. Mi favorito eran los “viernes de la palta”. Año a año, veía a los jóvenes recién egresados en la misa de bendición de lápices para la PSU, hasta el día que me tocó a mi levantar mi lápiz mina N°2 al final de la misa. 

Al salir de cuarto medio, estudié un año en un preu. Me iba en la micro por Los Leones. A veces se subía un cantante de pelo largo y una guitarra tarrienta que cantaba en un “Largo tour” con una voz ya ronca de tanto cantar. Ese año estudié en el Campus Oriente, otra casona embrujada. Amaba conversar con los guardias sobre historias de fantasmas de esa facultad, cómo a veces los instrumentos sonaban solos, se prendían las luces o se escuchaban ruidos. Algunos, ya curtidos por los años, contaban esas historias de fantasmas como parte del oficio. Otros todavía se asustaban. 

Viví un tiempo en Viña del Mar y al retornar, estudié alemán en un instituto chiquito en Román Díaz. La profe, una señora alemana gris, de pelo gris, ojos grises y muchas veces con ropa gris, siempre nos invitaba alegremente a un shop en Kleine Kneipe. Se volvió tradición de los jueves terminar en el bar hablando “alemañol”. Con los años, trasladé mi sede social, por un bar chiquitito detrás de la Iglesia de la Divina Providencia que tiene cerveza artesanal. Cada vez que voy miro la torre de la iglesia y me acuerdo haberme parado afuera de la biblioteca al día siguiente del terremoto y ver toda la avenida llena de escombros y la torre a medias. Esa imagen no se me borra más. 

Después estudié en la U. Finis Terrae. Estudiar en instituciones que incluían casonas embrujadas con la matrícula era lo mío.  Esta era otra casona de las que tenían dos opciones: o se echaban abajo o las aguachaban entre edificios nuevos. Ahí estaba el Grange. “pasar por aquí a las dos de la tarde antes era un mar de niños”, me cuenta mi papá. Mirando al interior de la universidad. Como estudiante de periodismo, me tocó cubrir el cambio de nombre de la calle 11 de septiembre. Después de una jornada llena de emociones, volví con toda la adrenalina corriendo a la universidad a hacer la nota y entregarla. Esa tarde salí en The Clinic en la foto del día, como parte de la prensa. No me vas a ver, pero si te fijas, se ve mi cabeza, con mi pañuelo lila y está asomada mi mano con mi pequeño mp3 negro que tenía grabadora de voz. 

Viví el cambio del Barrio Italia. Lo que partió como un proyecto de la Uniacc de rescatar el barrio, terminó en un núcleo comercial. Para otra nota de la universidad, hice un recorrido en el sector. Conversando con los restauradores, supe que lo primero fue permitir a los restauradores usar la vereda y unificar con el techito con pinta de estación de trenes. 

Ya titulada mi primer trabajo fue en formato home office. Era raro en esos años. La norma era trabajar en oficinas. Yo adapté mi pieza y me armé una oficinita, pero a veces me gustaba ver gente. Me gustaba sentarme en el segundo piso del Café Literario de Bustamante, mirando las copas de los árboles del parque. A la vuelta me iba caminando a mi casa por Malaquías Concha y paseaba mirando restauradores o tienditas. Cuando andaba floja, me instalaba a trabajar en el Café Literario de Santa Isabel que me quedaba más cerca. Años después, los cambié por el menos dos del Drugstore. Tenía buen café, buen Wifi y nada de boche. Caminando de vuelta al depa, me volví frecuente de la Qué Leo de Pedro de Valdivia. Era terrible. Porque le contaba mis cosas al dueño y en la medida que le hablaba, él iba sacando libros de las repisas acorde a lo que le iba diciendo y me los apilaba en los brazos. Me iba algo abrumada por la cantidad de tarea con la que salía de ahí, pero feliz cargaba con ese peso en mi espalda. 

Uno de los últimos recuerdos bonitos que tengo de ese barrio donde vivió mi familia desde el año 58, fue cuando vino el Papa Francisco. Nos llamó don Víctor, que vivía un par de cuadras más allá, para decirnos que el Papa iba a pasar por Salvador. En 15 minutos, el sector aledaño a la avenida salió en familia corriendo a apostarse a los costados de la calle a esperarlo. Emocionados, pensamos que pasaría saludando. Pasó hecho un bólido. Apenas alcancé a gritarle “Holaaaaa!”. Yo estoy segura que divisé un manchón blanco dentro de un auto azul oscuro, pero ahora me entra la duda. Nos devolvimos a nuestras casas desilusionados, pero muertos de risa de lo ridículo de la experiencia.

Poco a poco llegaron edificios, hasta que compraron nuestra casa y nos fuimos. Nos cambiamos a Diego de Almagro, pero al año, yo partí a Arica. Volví muy enferma y justo antes del encierro. Me fueron a buscar al aeropuerto y me acuerdo mirar sorprendida la ciudad. No parecía la misma. Poco me duró el asombro, porque después de eso vino la cuarentena. ¡Estaba tan vacía la calle! ¡Si hasta se avistó un puma por Pocuro! Nos asomábamos por la puerta para saludarnos entre los vecinos, sin salir al pasillo, conversábamos y nos celebrábamos los cumpleaños. Avivando la cueca, mi mamá sacó mi librero al pasillo y empezó a preparar dulces, pastelitos y galletas. Dejó un papelito con los datos de transferencia y una alcancía. Más de algún vecino confesó bajar a las tres de la mañana a buscar dulces de la pyme de mi mamá. Yo tenía un compromiso con el vecino del 402. Hasta el día de hoy cada vez que mi mamá hace algo rico, le trafico un poquito al Pancho. Mi única labor durante esos años viviendo en ese edificio era atajar a la Blanquita. Si temblaba, dejaba todo tirado y partía corriendo a buscarla a la puerta del 401 ala hora que fuera. ¡Le tenía tanto susto a los temblores! Y se hacía bolita en el marco de la puerta. Yo despacito le golpeaba y le decía “Blanquita, estoy aquí” y me abría asustada, rogando que terminara luego. Qué nostalgia la mía el primer temblor sin ella, que sin acordarme que ya no estaba entre nosotros, partí corriendo a buscarla. 

Cuando empezaron a aflojar las restricciones, mi papá me ayudaba y me llevaban al médico en Eliodoro Yáñez y a la salida, nos tomábamos un chocolate caliente lleno de marshmallows en el Dolce Salato o en el “café del Karadima” como le dice mi papá con una risa pícara. Más de algunas vez nos pillaron las campanas sentados en las terrazas. Y aunque paulatinamente se fueron quitando las prohibiciones, no queríamos que mi Omi saliera, porque aunque estaban aflojando las medidas, ella era viejita y se podía contagiar de Covid. Una señora que vivió una guerra, migración, terremotos, dictaduras, no podía caer ante una pandemia. Pero ella se escapaba para ir a misa los domingos a San Crescente.

Hacía ejercicios en el Parque Inés de Suarez, aprovechando las máquinas que hay por la parte de atrás. Una vez, camino a entrenar, me patearon. Mi entrenador me vio molesta y mientras me pedía subirme a la silla con la que te empujas con las piernas, me preguntó qué me pasaba. El cahuin se cuenta completo, si no, no vale. ¿Habrán sido 10 minutos de haberle contado todo el drama? Mientras yo seguía estira y encoge en la silla amarilla del parque. El Leo calladito me veía ejercitarme y yo furiosa le narraba lo que había pasado. “Y me dijo, y yo le dije. Y me vai a creer que este otro después me respondió…” y con lujo de detalle, le expliqué porque estaba mal genia. Dos días estuve sin poder caminar bien y adolorida la semana entera. Hubo una época full fitness, que con el Leo tomábamos las bicicletas, subíamos el cerro San Cristóbal desde Pedro de Valdivia y en la parte de calistenia, entrenábamos un rato. 

Con el tiempo me terapié y complementé con sesiones de coach. Con la Slavija nos juntábamos cada semana en el Pop Hotel en el Café Animal. Para mi ese lugar era como se sentía estar dentro de mi cabeza, con bustos del David e Imágenes de Fornasetti en el piso del baño. Ahí le contaba semana a semana qué soñaba con lograr.

Estudié un magíster y en uno de los ramos estudiamos la creación y el uso de la ciudad. La profe Caro, nos explicaba que a veces se construía la ciudad y la gente se adaptaba y otras veces se hacía en base a las personas. Alguna vez leí por ahí que Providencia fue la primera comuna en Chile en construirse a escala humana. No sé bien que significa, pero en algunas situaciones rimbombantes saco ese dato y la gente cree que soy muy culta. Mi tesis la hice del barrio comercial en Tobalaba y en Los Leones. Abrumada por mi propia experiencia encerrada en edificios herméticos, propuse una intervención a la hora de almuerzo, para que la gente como yo tuviera dónde sentarse un rato lejos del computador. 

Ahora me gusta sentarme en el Amundsen a tomar un café y escuchar el ruido del agua o cenar en Campo Marzio unas pinzas con cerveza o un vinito. Ya bueno. en verdad voy a Campo Marzio por el postre. Amo ese flan. 

“Cuando llegamos acá, todo esto eran potreros”, me dice. No sé quién es. Esa es la verdad. Iba camino a la feria que se pone en Los Concilios con Renato Zanelli. Cruzando en una esquina, vi una silla mecedora de madera. “Qué bonito trabajo”, exclamo en voz alta sin dirigirme a nadie. “Lo hice yo”. Levanto la vista y aparece un viejo flaco, de esos que parecen saber todo, pero porque estuvieron ahí para presenciarlo. “Pase”, me dice y entro a su antejardín. Me siento en la mecedora y él toma una guitarra gastada y se sienta en otra silla. Toca lentamente esas tonadas que acompañan la palla, sin un ritmo claro. “Todo esto eran potreros antes”, me dice sin mirarme ni detener el rasgueo en el instrumento. Diego de Almagro era un río y ahí en la esquina, donde ahora están los frenos, ahí estaban las turbinas. La central eléctrica estaba en la Plaza de la Alcaldesa. El corazón me salta. Me encanta que puedo aportar en la conversación y orgullosa digo: “Sabía usted que esa plaza se llama así por mi tátara abuela, Graciela Contreras Barrenechea. Ella fue la primera alcaldesa mujer del país”. El viejo sigue tocando la guitarra y entre anécdotas del pasado e historias, parece que estuviéramos recitando décimas. “¿Quiere chicha?” Me pregunta y se para a buscar una jarra al interior de su casa. Tomo la guitarra y trato de rasguear alguna cosa para que no pare la música. Soy muy mala y a lo que vuelve el dueño de casa, vuelve a tomar la guitarra y continúa. “Mi abuelo dice que se demoraba algunas horas en llegar a Santiago. Esto ya era las afueras”. Termino mi vaso, me despido y me voy. 

Llego a la feria y me recibe Manuel papá “le tengo los pepinos árabes que le gustan a su mamá”. Me dice y Manuel Hijo elige algunas frutas. Mi mamá todavía me manda persiguiendo a los “Manueles” a Caupolicán, Santa María o dónde estén para comprar los pepinos árabes. Don Emilio con su bata blanca y su bigote me retaba porque compraba la fruta que me gustaba a mi y no lo que me mandaba mi mamá. “Te van a retar cuando llegues a la casa”, me amenazaba él. “A ver, si a la que mandaron fue a mi, tendrán que asumir”, peleaba rebelde yo. Claro po, si mi hermana le hacía caso en todo. 

Cada vez que salíamos en el auto con mi mamá, al pasar por Lyon por fuera del Panorámico, mi mamá se acordaba de haber visto cuando era chica a “unos locos” parados arriba del techo tocando canciones de los Rolling Stones. Que los sábados eran para ir a “topear” a Providencia y a tomar café en el Drugstore. Yo más de alguna vez fui los viernes al kiosquito de Providencia con Monseñor Sótero Sanz a escuchar blues hipnotizada ante la armónica del dueño del local. 

Mi Omi llegó a Chile con 16 años y con 21 se instaló en la casa, con dos niños y a armar una fábrica de chocolates. Mi mamá vivió y trabajó ahí. Mis hermanos y yo vivimos ahí muchos años. Mi bisabuelo eligió el sector, porque como bien recuerdan algunos, “de aquí pa allá, esto eran puros potreros”. Y algún día me van a preguntar a mí cómo era. Voy a pasar por las antiguas casonas y voy a ir una por una contándole historias a los niños. ¿La parte de atrás de la Escuela de Carabineros? Embrujado. ¿La antigua clínica Sara Moncada? Embrujada. ¿El castillo en Jesuitas? Embrujado. Y creo que les voy a contar cuando mi papá nos llevaba en los días de calor a la piscina del Club Providencia o a tomar helados al Tavelli. Alguna historia tendrá que salir. 

Cuento enviado para concurso de la comuna de Providencia.

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